Músicos y artistas que lo han estudiado

La composición titulada “Los Duendes”, escrita para cuarteto de guitarras, cuenta con un texto elaborado por la Licenciada Daniela Isabel Ortiz, quien ha creado un acompañamiento literario que se entrelaza con la música de forma armoniosa y significativa.

Ondinas del agua

Es de mañana y se asoma un sol cálido de verano. Sus primeros rayos son tímidos y sienten pena de quitar el fresco que la noche ha obsequiado. Llega Ondina, una de las ninfas acuáticas que se bañan a diario en la laguna de Guanacache. Está sola, únicamente la rodea el perfume de las jarillas que se han despertado con el sol. Mira todo a su alrededor para asegurarse de que no hay observadores y cuando su cuerpo se lo pide, se zambulle en el agua que de a poco adquiere el tono de la mañana. 

Ondina pareciera diluirse en la laguna, se confunde con ella. Sus morenos brazos crean pequeñas olas para avivar el agua, que apenas está despertando de una noche muy larga. Luego son las piernas de Ondina las que colaboran con esa especie de danza, en la que todo es un ir y venir de olas que recuerdan los movimientos cíclicos del universo. 

De a poco van llegando sus compañeras. Solo ellas pueden unirse a la danza del agua. Ondina sonríe al verlas llegar y les muestra su coreografía para que ellas aporten sus gestos sutiles, sus caricias y sus blandos movimientos. 

Así, ondeantes, esperan al mediodía. La gente del pueblo percibe con curiosidad las ondulaciones del agua. No imaginan que son las ninfas, lideradas por Ondina, las que provocan la profunda y misteriosa vida interna del agua. 

Lic. Daniela Isabel Ortiz

Mikilo, el duende de la siesta

El sol está en lo más alto y desde arriba admira su obra. Las aguas están quietas; las ondinas, fatigadas, dormirán hasta la noche. Ahora la tierra es la protagonista, la tierra caliente y cobriza del desierto cuyano. Se siente una voz que entona una canción antiquísima. Es Mikilo, el duende de la siesta. Hoy se ha dado un gran banquete y hace su digestión a la sombra de una higuera. Se siente adormilado pero sabe que debe recuperar fuerzas para poder ser el rey de la siesta cuando los niños y las niñas vengan a jugar a la orilla de la laguna. La voz de Mikilo llena el desierto apenas ocupado aquí y allá por arbustos que son héroes a fuerza de resistir tanta sed. Es una voz tan antigua como su canción, es una voz que viene de dioses ya olvidados. 

De a poco, van llegando los niños y las niñas con sus gritos y sus corridas. Todos saben de la presencia de Mikilo. Lo buscan pero no lo ven, solo escuchan su voz suave. Una de las niñas inicia un canto y los demás lo acompañan al unísono. Es una canción que les han legado las abuelas de la comunidad. Es la canción para que el duende Mikilo se quede quieto y no los molesten, dicen las abuelas. Los niños y las niñas saben que solo así podrán jugar tranquilos a la escondidita y que Mikilo no delatará dónde se esconde cada uno. Desde lejos se siente un contrapunto entre dos voces que se oponen y se acompañan en el juego eterno de saber esconderse de los demás. 

Lic. Daniela Isabel Ortiz

Silfos del viento

Está llegando la tarde. Los niños y las niñas están cansados y hambrientos. Se despiden del duende Mikilo y corren a sus casas para tomar la merienda. La laguna y los pequeños arbustos han quedado solos y un poco tristes porque los pequeños se han ido y Mikilo ya no se escucha. 

Pero la quietud y la desolación dura poco tiempo. Una hojita se mueve, otra la sigue, y otra y otra, y de a poco se va levantando un viento. Son los silfos, que han estado observando a los pequeños jugar y sienten que ahora es su turno. Los silfos también son niños y juegan a la pilladita. De tanto correrse unos a otros, todo el paisaje corre con ellos y el viento se mete en los rincones más diminutos. La tierra caliente ahora se derrama sobre el aire y sobre el agua. Los tres elementos parecen estar coordinando un baile rítmico y acelerado, en el que las hojas de los eucaliptos se sueltan y se frotan contra todas las superficies. De pronto, todo es gris e informe, nada se puede distinguir. Es la danza de los silfos, que corretean de aquí para allá. 

Toda la gente se ha resguardado, han cerrado las ventanas y toman mucha agua. Algunos de ellos ven por la ventana los remolinos y saben que los silfos se están divirtiendo como nunca. 

Lic. Daniela Isabel Ortiz

Lenguas del fuego

 

Está llegando la noche. El viento se ha calmado y con él, todo el paisaje. La luna ya está preparada para un nuevo reinado. Ha quedado el olor y el color del polvo; ha quedado un calor que no quiere irse. Aprovechando este clima caliente, van llegando de a poco los duendes del fuego. Son muchos, todos distintos entre sí. Solo comparten el color naranja de sus barbas. 

Uno de ellos enciende una fogata y los demás se ocupan de darle vigor. Para ello bailan, hacen una ronda alrededor del fuego y con cada paso rítmico de sus pies la llamarada crece y crece. Quieren que llegue a la luna y que ella, la gran reina de la noche, presida la inevitable danza del fuego, propia del clima cuyano. 

La luna está redonda y grande esta vez, como queriendo ocupar todo el cielo. La gente en sus hogares está terminando de cenar y los niños y las niñas se disponen, algunos a dormir, otros también a soñar. Algunos enamorados dan una caminata nocturna, pues gustan de ver las fogatas alrededor de la laguna, como si fueran grandes luciérnagas que invitan a ser parte. Pero nadie se atreve a profanar la danza de los duendes del fuego, porque saben que si la noche es negra, es para descansar. 

Los duendes bailan hasta tarde, hasta que los cuatro elementos se unen para lograr la armonía del cosmos. Bailan hasta que ven que la luna cabecea y comprenden que también ellos deben descansar. Saben, y confían, que a la mañana siguiente todo volverá a comenzar.  

Lic. Daniela Isabel Ortiz

Estudios realizados por El Director Magister Iván Amorós, de la Universidad de San Juan